... Tomas tenía 14 años, algo desgarbado. Su cabeza estaba poblada con un pelo pelirrojo que imitaba a los pinchos de los erizos. Era huidizo en el contacto con otros niños y niñas.
Solitario. Hacía grandes caminatas por el campo.
Últimamente se le veía algo más contento, aunque tenía poca comunicación con sus padres.
Cada día después de la vuelta del colegio, salía con un bocadillo y algunas frutas.
Se encontraba con su amigo el erizo, y con él sí hablaba. Le contaba sus cosas al igual que el erizo.
Por eso se enteró de la historia de los erizos. Según le contó su amigo Manuel, que así lo puso por nombre, los erizos eran criaturas con pelito suave. Por su lentitud estaban expuestos a los depredadores. Uno de los más peligrosos era el hombre. Ya que su carne era exquisitamente jugosa y, por ello, eran muy buscados.
Los erizos para no desaparecer comenzaros a raspar su menudo cuerpo contra una roca áspera. A fuerza de tanto rasparse, comenzó hacérseles una costra en la piel que repelía a los demás animales y seres humanos.
Con esto ellos mismo hicieron su propia arma.
Aun así las águilas y las hienas no hacían ascos a la costra que su piel cubría.
Así que los erizos paseaban debajo de los enebros y sus púas se iban clavando en la costra. Con ello vieron que eran menos atacados. Y así con el tiempo, esas púas de enebro en sus pieles se fueron encrestando y formando parte de la piel de los erizos.
Los erizos se fueron transformando y nacían con púas. Tenían una buena defensa ya que cuando olían a las hienas, y sentían el aire que se arremolinaba sobre su pequeño cuerpo, se hacían un ovillo y de esta forma repelían a las hienas, y también a las aves rapaces, que eran incapaces de cogerlos con sus garras, ya que las púas se les clavaban y les hacían daño. Las hienas no podían comerlos porque el pequeño erizo rodaba como una pelota peluda que pinchaba, y les hacía daño en los morros.
Por este motivo los erizos no se extinguieron. Fueron inteligentes y crearon su propia arma contra toda aquella criatura que quisieran lastimarlos o comérselos.
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