
Con el paso de los años se va resquebrajando el puzle, se añaden trozos que lo rejuvenecen pero se pierden otros trozos que son necesarios. Los abuelos se van yendo del puzle.
Mi puzle ha tenido muchos vaivenes y lo han formado muchas personas. Niñas que como yo compartimos juegos, risas, ropas, comida, cariño… y niñas que igual que a mí, su puzle por azares de la vida se les perdió una de las piezas centrales. Nunca sabré como hubiera sido mi vida en otras circunstancias, sí sé cómo fue cuando se añadieron montones de piezas que tuve que ir situando y encajando con el día a día en el hospicio.
Hoy ya tengo edad para pensar y saber que me tocó perderme una parte muy impórtate de mi vida, que no tuve las caricias ni consejos de una madre. Sí puedo decir que recibí muchos palos y mi corazón se llenó de amargura. Pero también sé que mi puzle lo han formado durante mucho tiempo un lugar con muchas niñas, risas, colores y diferentes perfiles, el orfanato donde me crié, estaba lleno de criaturas como yo. Y sé que soy como soy, por la educación que en él recibí. No me crié con un solo hermano y sí con cientos de hermanas que igual que yo perdieron su pieza y encontraron otras piezas que fueron ensamblando.
A veces encontramos trozos que añadimos a nuestro puzle y estos trozos son los amigos. Hay trozos del puzle que nos dan sufrimiento y nos dejan heridas al traicionarnos, pero hay otras piezas, que nos dan alegrías. Inexcusablemente algunas dejan una huella de dolor a su paso y una marca de la herida que originó, que como una diminuta cicatriz, en un principio duele hasta bufar, para finalizar dejando tan solo una señal que con el tiempo, casi ni la vemos o que solo nos acordamos de ella en detalladas ocasiones. Son pedazos que se unen y desunen y que es lo que nos hace distinguir la tristeza de la alegría y el dolor del gozo. Y mientras tanto nuestro puzle se va armando unos días con nubarrones y tormentas y otros días con brillante sol, y un gran arcoíris que alimenta el paisaje de nuestro corazón.
